
Por Bruno Verdenelli
“Quizá porque mi niñez sigue jugando en tu playa, y escondido tras las cañas duerme mi primer amor, llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya…”. Joan Manuel Serrat, cantante español que por esas casualidades del destino se encuentra hoy en Argentina para deleitar una vez más a tantos de sus fanáticos con su música y su poesía, comienza una de sus canciones más famosas con esta frase que hoy tanto me identifica. Al mismo tiempo, el equipo de tenis de su país visita al nuestro en la ciudad de Mar del Plata, mi ciudad, para jugar la final de la Copa Davis, máxima cita mundial de ese deporte a nivel colectivo. Aflora entonces la nostalgia porque no puedo estar ahí en este momento tan lindo y tan especial, y me acuerdo de mi vieja hablándome del desarraigo, o de mi viejo contándome que vio en vivo aquél gol anulado sobre la hora a Brasil en el Minella, durante el Mundial ´78. Me acuerdo también de la vez que vi un cartel con la foto de Astor Piazzolla y su bandoneón en una pared cualquiera de Roma, y pensé orgulloso,” yo pasé mil veces por la calle Rivadavia, dónde nació ese genio”. Me acuerdo de Mar del Plata, de su gente, de sus playas que también son mías, y de todo lo que viví allí, y de lo que sigo y seguiré viviendo. Prendo el televisor y veo que en esa cancha de tenis azul, montada en un “Poli” repleto como epicentro de la final, dice “Mar del Plata” y sonrío al instante en forma cómplice. Pienso en todas los partidos de tenis que observé en mi vida, y en todas las canchas sobre las que leí nombres de ciudades y desconocí siquiera dónde se ubicaban en el mapa. Pero a Mar del Plata la conozco, me conoce, es mía… Sé dónde se ubica aunque hoy yo no pueda estar ahí, con lo que eso duele y molesta. Hoy Mar del Plata es Argentina, y es mundial. Todo el planeta la observa y la admira.
Si bien el deporte en cuestión no es del todo popular en nuestro país, y la gente que asistió al escenario de la final no es la mayoría debido a los precios elitistas de las entradas y al escaso lugar para la afición (normal en el tenis), igualmente todos los argentinos se ilusionaron con poder demostrar que sí se puede organizar un espectáculo de esta magnitud aquí, y también con ganar la copa aunque venga o no el monstruo de Rafael Nadal. Lo veo, lo percibo en la gente… Entiendo al periodista Martín Caparrós entonces, cuando exiliado en Francia y estando en desacuerdo con la realización del Mundial ´78 a modo de protesta contra el gobierno dictatorial que ejercía el poder en Argentina, terminó por salir a festejar cuando la selección fue campeona, aunque ninguno de sus compañeros militantes franceses lo entendiera. “Yo me crié con fútbol, es mi esencia… Yo no puedo dejar de estar feliz si Argentina sale campeón”, le escuché decir alguna vez mientras sonreía. Si bien esta situación no es para nada parecida, muchas veces el sentimiento nacionalista que sobresale cuando emergen de estas tierras deportistas que rozan la gloria, se vuelve absurdo y hasta discutible. Pero de todos modos, aunque exista por un rato y después lamentablemente la olvidemos para volver al egoísmo detestable que suele caracterizarnos, quién puede negar esa sensación de alegría y orgullo que nos inunda el pecho cuando vemos flamear la bandera celeste y blanca o escuchamos el himno en una cita de este tipo…
Veo la cancha azul otra vez, y escucho los comentarios por T.V. y no dejo de lamentarme por no estar en Mar del Plata, mi ciudad, la ciudad adoptiva de Guillermo Vilas, el mejor tenista que tuvo el país, la ciudad que en su viejo Estadio San Martín vio como Diego Armando Maradona, “el genio del fútbol mundial” (como lo llamara un relator rioplatense), marcaba sus dos primeros goles en primera siendo tan sólo un nene de 16 años… La ciudad “feliz”, la del Casino, la del Festival de Cine, la perla del atlántico; la sede de la Cumbre de las Américas, y de los Juegos Panamericanos del ´95. El hogar del ciclista dorado, Juan Curuchet, y del recuerdo de sus lágrimas en China, que fueron mías, de todos los marplatenses y de todos los argentinos.
Me acuerdo otra vez de mi vieja hablándome del desarraigo y ahora la entiendo porque extraño Mar del Plata. Me acuerdo de “las veces que me fui pensando en volver”, y de los llantos de tantas despedidas a las que asistí. Lamento no estar ahí festejando con mis amigos, con mi gente, con mi mar y mis calles, como lo lamentarán tantos otros marplatenses. Pero me ilusiono con el pronto reencuentro y me enorgullezco de ver cómo Mar del Plata, mi ciudad insisto, otra vez le demuestra al mundo que está a la altura de las circunstancias. Como siempre.
Si bien el deporte en cuestión no es del todo popular en nuestro país, y la gente que asistió al escenario de la final no es la mayoría debido a los precios elitistas de las entradas y al escaso lugar para la afición (normal en el tenis), igualmente todos los argentinos se ilusionaron con poder demostrar que sí se puede organizar un espectáculo de esta magnitud aquí, y también con ganar la copa aunque venga o no el monstruo de Rafael Nadal. Lo veo, lo percibo en la gente… Entiendo al periodista Martín Caparrós entonces, cuando exiliado en Francia y estando en desacuerdo con la realización del Mundial ´78 a modo de protesta contra el gobierno dictatorial que ejercía el poder en Argentina, terminó por salir a festejar cuando la selección fue campeona, aunque ninguno de sus compañeros militantes franceses lo entendiera. “Yo me crié con fútbol, es mi esencia… Yo no puedo dejar de estar feliz si Argentina sale campeón”, le escuché decir alguna vez mientras sonreía. Si bien esta situación no es para nada parecida, muchas veces el sentimiento nacionalista que sobresale cuando emergen de estas tierras deportistas que rozan la gloria, se vuelve absurdo y hasta discutible. Pero de todos modos, aunque exista por un rato y después lamentablemente la olvidemos para volver al egoísmo detestable que suele caracterizarnos, quién puede negar esa sensación de alegría y orgullo que nos inunda el pecho cuando vemos flamear la bandera celeste y blanca o escuchamos el himno en una cita de este tipo…
Veo la cancha azul otra vez, y escucho los comentarios por T.V. y no dejo de lamentarme por no estar en Mar del Plata, mi ciudad, la ciudad adoptiva de Guillermo Vilas, el mejor tenista que tuvo el país, la ciudad que en su viejo Estadio San Martín vio como Diego Armando Maradona, “el genio del fútbol mundial” (como lo llamara un relator rioplatense), marcaba sus dos primeros goles en primera siendo tan sólo un nene de 16 años… La ciudad “feliz”, la del Casino, la del Festival de Cine, la perla del atlántico; la sede de la Cumbre de las Américas, y de los Juegos Panamericanos del ´95. El hogar del ciclista dorado, Juan Curuchet, y del recuerdo de sus lágrimas en China, que fueron mías, de todos los marplatenses y de todos los argentinos.
Me acuerdo otra vez de mi vieja hablándome del desarraigo y ahora la entiendo porque extraño Mar del Plata. Me acuerdo de “las veces que me fui pensando en volver”, y de los llantos de tantas despedidas a las que asistí. Lamento no estar ahí festejando con mis amigos, con mi gente, con mi mar y mis calles, como lo lamentarán tantos otros marplatenses. Pero me ilusiono con el pronto reencuentro y me enorgullezco de ver cómo Mar del Plata, mi ciudad insisto, otra vez le demuestra al mundo que está a la altura de las circunstancias. Como siempre.